Relatar lo que sentí en el Jorge Chávez, en el Tocumen, o en el Martí, (Duty Free’s incluidos), es innecesario.
Ni siquiera el altercado en pleno vuelo de ida entre dos peruanos, que llegando a la escala en Panamá cumplieron con su amenaza de arreglárselas a golpes.
Cuba para mi fue un desenchufe de mi vida, de mi casa, de mi mamá, sobre todo. Fue el motivo de búsqueda del alivio en mi alma.
Prometí que en este viaje no parpadearía ni un segundo, aún cuando ecos familiares intentaran perturbarme. Estaría atenta a todos los sonidos, al casi silencioso del mar, del a veces estruendoso del cielo. El “Oye mi hermano” del moreno del lobby bar, el “Quiero mover mi cuerpecito” de la mesera con pelo oxigenado y taparrabo negro; la alegre salsa, el elegante son, el contagiante guaguancó. Quería escuchar más de lo que emitieran los sonidos, más del que los labios pronunciaran, y que la naturaleza pudiera evocar.
La vista no se quedó atrás. Matanzas y sus playas, por sobre todo, Varadero. El sol, el clima meloso que de él pareciera salir un panal de abejas. Los pueblos de La Habana, el casco moderno y el antiguo. La Bodeguita del Medio, La Floridita. La Plaza de la Revolución, el malecón, las banderas cubanas cada setenta metros. La palabra "Revolución" cada cien. Los souvenirs, la imagen de El Ché. Los mojitos, el daiquiri y la cubata. La mejor pero nunca de mi devoción, piña colada. El Havana Club; los Popular, Montecristo, Cohiba y los Romeo y Julieta. Gente mayor en las calles con periódicos en mano amarillentos por el sol, proclamando a viva voz su régimen, mientras otros con vestimenta típica, se avalanzaban hacia los turistas para una foto, por unos "convertibles". Las santeras con sus inmensos puros. Las "bodegas de la caridad" y las "libretas de abastecimiento". La caca del desplumado pavo real en el Palacio de los Capitanes Generales. El patrullero malogrado. Los guardias empujándolo. El Comunismo, Fidel Castro y "sus 80 más".
La satanización a Bush y a los traidores de la revolución en repetidos carteles; el esperanzador aguardo del regreso de sus héroes, cautivos por el "terrorismo americano". Las vacas flacas por la carretera. El embargo económico. Las jineteras próximas al malecón. Los "camellos" y los "cocotaxis". Los Buick y los Chevrolet del 57. La Virgen de la Caridad del Cobre que nunca encontré. Los diversos colores de tez. La tierra amurallada. La Plaza Vieja. La Catedral. El canoso en bibidí asomado por un balcón. Las mujeres regordetas con licras apretadas y coloridos tops. La quinceañera vestida de pomposo rosado yendo a su fiesta. El caricaturista con diente de oro. Cada excéntrico personaje. Mi primera y única Coca Cola durante el viaje. Otra vez la palabra "Revolución" ahora conjugada como adjetivo, en mil paredes más sobre la ya repasada carretera. Guajiros con machetes a lo largo de la misma. El tiempo detenido.
El olor. Café y tabaco. Tabaco y ron (como la canción). La tóxica fragancia a refinería. El dulce aroma de la lluvia.
El paladar tuvo que acostumbrarse a una muy mala comida de hotel. Me la pasé con jamón, mañana, tarde y noche por varios días. El buffet variaba poco y los restaurantes, previa cita, eran peor. El arroz frito, como el "arroz chaufa" en Perú, salvó la crítica. Congrí, tachinos y mucho vino tinto a temperatura ambiente (hirviendo). Perros calientes y cerveza Cristal y Bucanero. El mejor Daiquiri, donde la gorda camino a la playa. En La Habana, comí muy bien. Cerdo, aunque sin afeitar. Luego, esa Coca Cola, bajo los treinta y pico grados de la capital cubana.
Del tacto no mucho. "Soy una chica tranquila". Con la excepción del toqueteo furioso de una guardia cubana a la llegada en migraciones. Peor que campo de concentración.
La playa y el agua reacia a la taquicardia. El reflejo del sol dentro del mar hacia mi cara a las once y media de la mañana. La herida de la rodilla. El ardor y su rápida cicatrización con el agua salada.
El lentísimo internet. Las tan esperadas llamadas. Lo caro que era todo.
La enseñanza que me dejó una viejita terminando el recorrido en La Habana. Como todos, como la mayoría, pidiéndome alguna cosita que me sobrara para su nieta. ¿Un jabón, lápiz de labio, un peso? Maldije no haber tenido nada más para darle. Sobre todo al ver con la prisa que cruzó la pista luego de entregarle la última moneda que me quedaba, y la misma con la que fue a comprar un vaso de refresco no dudando en regresar con igual agilidad, para brindármelo, como dándome, de la mejor manera, la bienvenida a un país, estremecedor, intrigante, contradictorio. A su país. A su Cuba. A la verdadera y fiel Cuba de los cubanos.
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