Voy poco a misa y no lo digo con orgullo, al contrario. Sin embargo creo que el asistir o no no te condiciona a ser buen o mal hijo de Dios, o menos una mala persona.
Cuánta gente he conocido que se golpea el pecho, comulga sin confesarse o haciéndolo, y en su casa es tremenda joyita. A la inversa, cuánta gente genial y que no asiste. En fin, hay para todo.
Hoy fui por 2da vez a las Nazarenas. Ahí donde no hay diferencias, donde blanquitas y pitucas se mezclan con la gente del pueblo profundo, donde los ojos en unísono brillan enjugados en una gota cristalina de salinidad. La emoción que embarga al ver al Cristo morado pintado en ese altar lleno de oro nos hace ver y sentir más humanos dejando de lado por un instante esa cuota de idiotez que cargamos en nuestra sien, en esos ceños fruncidos y en esa intolerancia que nos regresa a la era cavernaria, tan cotidiana por estos días.
¿Cómo seríamos si fuéramos así siempre? ¿Qué mundo sería el nuestro? Donde no nos separe las ideologías, donde las ansias de poder no se proyecten a un sillón presidencial sino en hacer el bien al más próximo. Ese mundo donde no hayan rabietas, donde no perdamos el tiempo en tonterías y creamos en lo importante que somos en la sociedad para poderla cambiar, rejuvenecer y darle ese toque especial, tan nuestro y único. Donde dejemos de rajar y criticar y empecemos a cosechar y ver a los demás como iguales.
Me emocioné en las Nazarenas, mirándolo, rezando, llevando a una amiga. Aplaudiendo en mi mente ese color mate resultado de la convergencia de todos los peruanos sin distinción. Así quisiera vernos siempre, sin odios, con respeto a las diferencias, sin posturas ni hipocresías. Solidarios y con el corazón en la mano. Un corazón que no se debilite debido a nuestros egoísmos.
Hoy sé lo importante que sería para el Perú que los 12 meses del año sean octubre.
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